La pecera de Juan Gracia Armendáriz
Tengo en nómina a dos asesores de lectura a los que no pago para
evitarme gastos más la cuotas de la SS, el IVA y todo eso. El Jardinero casi
nunca me defrauda con sus “prescripciones”, aunque no siempre nos gustan las
mismas literaturas. La Flaca está atenta a lo que me conviene dependiendo de mi
estado de ánimo, la estación del año y las fobias cíclicas que me asaltan. Los
consejos de ambos son impagables, como he dicho. ¿Qué me llevo a la playa,
Flaca? Toma, La pecera de Juan Gracia
Armendáriz, esto es lo que vas a leer y después me dices. ¿De qué va? De un
profesor de literatura. Pienso si será una trampa corporativa: yo lo he sido y
ella también. Y así es como frente al mar, mientras ella le lee a Rosa su
última novela como le había prometido en la dedicatoria, me sumerjo en el
piélago profundo de La pecera. Entro
en las treinta primeras páginas con todas las precauciones, como el niño
ordenado que se moja la nuca, los brazos, el pecho y la espalda antes de
zambullirse en el agua (cada vez me tomo mayores precauciones, los libros
vienen muy peligrosos). No aparece el profesor por ninguna parte. El comienzo
es prometedor:
«Soy malo y sentimental. Respiro bajo la cota de malla del alcohol. En
vano, el aire cristalizado trata de morderme las mejillas. En la radio del
coche suena Ride Like The Wind.»
Desde hace tiempo, ya no soy capaz de leer «de seguido», como
recomendaba un profesor un poco paleto de mi colegio. Así que, sobre todo en los
arranques, me pierdo en paréntesis que nada aportan a la historia, pero que no
puedo evitar: malo y sentimental, como Alioscha, el personaje de Dostoyevsky…
el alcohol es una cota de malla, o sea que protege, en contra de lo que predica
la DGT… qué emisora va oyendo, debe de ser Radio 3 porque Cristopher Cross no
se programa en las radio fórmula. Está claro que la historia me interesa desde
las cuatro primeras líneas, porque me permite curiosear en el contexto. Te
imaginas que hubiera empezado: «Me llamo Fulano, soy malo, sentimental, alcohólico
y profesor de literatura en la Autónoma». No puedo desprenderme de la puta
didáctica, ni siquiera cuando estoy leyendo una historia, siempre poniendo
ejemplos.
Ya en la tercera página, desaparecen los fantasmas del contexto y me
dejo llevar por el narrador en su larga confesión de adicto impenitente al
alcohol, una confesión que conduce al abismo a través de un paisaje terrible
construido sin misericordia con imágenes que golpean al lector: «el hollín de
la conciencia», «la casa muerta de la memoria», «el sopor de cenizas
volanderas», «la bombilla sucia del sol», una estética de lo terrible que se
extiende a la narración en primera persona del viaje a los infiernos de Miguel
Quer y de sus alucinaciones, sin las cuales ya no es capaz de sentirse libre. Al
final, en la última página, cuando todavía no sabe si va a ser capaz de
construir un discurso para el círculo de alcohólicos que esperan su
«testimonio», lo que se le ocurre que va a decir y no dirá es: «Ojalá mi
memoria fuera una laguna. Me gustaría tener tantos agujeros de olvido como
algunos de vosotros, pero yo me acuerdo de todo». Es la tregedia del alcohólico
que ha asumido su papel de «malo y sentimental» y ha elegido seguir acompañado
de sus fantasmas: «Sentados a la mesa, están Jhonny, el hombre invisible, el
pez eléctrico». Ellos son la garantía de la continuidad.
No busquen en La pecera un
libro de autoyuda y menos aún una lectura de verano. Sepan que van a ser
absorbidos sin remedio por la dura historia que Gracia Armendáriz ha creado
para su personaje Miguel, poderosa, morbosamente atractiva (me atrevo a decir),
con una construcción narrativa eficacísima. Comparto con el profesor Miguel
Quer, si no la adicción al whisky, aunque acaba de regalarme mi hijo una botella de Cardhu
12 años, ¡exquisito!, sí la visión desmitificada de la literatura.
Piélago, abismo, laberinto, infierno, pecera.
Léanla.
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